Mira, siéntate bien porque lo que te voy a contar es de esos momentos que te ponen los pelos de punta y el corazón blandito. Fue el 18 de diciembre de 2022, en el Estadio de Lusail, Qatar. Después de 120 minutos de locura, una tanda de penaltis de infarto, y millones de argentinos llorando por todo el mundo, Lionel Messi, ese chico de Rosario al que muhos dijeron que era “demasiado bajito para el fútbol”, se consagró —por fin— campeón del mundo.

Los fuegos artificiales explotaban en el cielo, el estadio temblaba de emoción, los jugadores de Argentina caían al césped llorando, abrazándose como si el mundo se hubiera detenido. Y Messi… Messi estaba ahí, con la copa en las manos, como si no se lo pudiera creer. Como si necesitara pellizcarse.

Y mientras todos celebraban como locos —Dibu bailando, Di María llorando, Scaloni sin saber si reír o rezar—, Messi hizo algo que pocos notaron en ese momento: se apartó un poco, con ese paso tranquilo que tiene él, bajó la cabeza, se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono.Llamó a su madre. A Celia.

Dicen que estaba temblando. Y no era para menos. Llevaba toda una vida soñando con ese momento. Pero él no llamó ni al presidente de la AFA, ni a Antonela (que ya estaba con los nenes en la tribuna), ni a su representante, ni al chef del PSG. NoMarcó un número que conoce de memoria desde niño.

>

Y no dijo mucho. No había necesidad. Apenas se escuchó un “Mamá… lo logramos”, y luego, silencio. Dicen que Messi se quedó ahí, quieto, con el teléfono en la oreja, mientras las lágrimas le bajaban por la cara como si fuera un nene de ocho años que acaba de ganar su primer torneo de barrio.

Celia, desde Rosario, tampoco dijo mucho. ¿Qué le vas a decir a un hijo que acaba de cumplir el sueño de toda una nación? Solo le susurró: Estoy tan orgullosa de vos, hijo… tan orgullosa.” Y lloraron. Los dos. Sin importar que millones estuvieran mirando. Ese fue su momento.

Porque para Messi, todo lo que logró en su carrera —los Balones de Oro, las Champions, las Ligas, las botas doradas— no valía nada al lado de ese instante. Él sabía que esa victoria era también de su madre. De esa mujer que se bancó todo en silencio: las despedidas, las distancias, los sacrificios, las noches sin dormir, los partidos por televisión con el corazón en la garganta.

Ella fue la que lo llevó de la mano a Newell’s, la que le preparaba el mate antes de los entrenamientos, la que lo consolaba cuando no lo ponían a jugar, la que firmó los papeles cuando Messi se fue a Barcelona con solo 13 años. Ella fue la que le dijo “vos podés” cuando el mundo le decía “no vas a crecer”.

Y ahí estaban. Él, en Qatar, con el mundo a sus pies. Ella, en Rosario, con el corazón en un hilo. Unidos por una llamada que no duró más de dos minutos, pero que vale más que todos los trofeos juntos.

Después sí, claro, vinieron los festejos, las fotos con la Copa, el baile en el vestuario, las entrevistas, el delirio total en Buenos Aires, el Obelisco, la caravana infinita, el caos, la gloria. Pero lo primero, lo más puro, lo más humano… fue esa llamada.

Así es Messi. Campeón del mundo, sí. Leyenda del fútbol, también. Pero ante todo, hijo.

Y si alguien todavía se pregunta por qué lo queremos tanto, pues ahí está la respuesta: porque nunca se olvidó de dónde viene. Porque incluso en el momento más grande de su vida,lo primero que hizo fue llamar a mamá.