Érase una tarde de sábado, en el plató del programa Fiesta de Emma García, cuando las cámaras ya apuntaban, los focos estaban encendidos y el ambiente se cargaba de tensión antes de lo previsto. Nadie lo sabía aún, pero aquella emisión no sería una tarde cualquiera: se convirtió en un tablero de piezas que se movían con rapidez, entrecruzando silencios, miradas y palabras que se clavaban como dardos.

Emma abrió el programa con su sonrisa habitual, aparentemente tranquila. Saludó al público, presentó los temas del día y dio paso a la invitada especial: Aramís Fuster, la conocida figura del ocultismo que, tras un tiempo fuera de los focos, había aceptado sentarse frente a las cámaras para hablar de su vida, sus visiones y sus proyectos. Las luces bajaron ligeramente, el ambiente se hizo íntimo. Aramís habló de sus años de retiro mediático, de un mundo que ella llama “más allá” y de cómo había decidido reaparecer. El plató escuchaba expectante.
Pero en los bastidores, lejos del encuadre de las cámaras, se fraguaba un cruce inesperado. Allí entró en escena Maite Galdeano, que ese día se estrenaba como colaboradora del programa tras ocupar un nuevo puesto en el equipo — una incorporación anunciada apenas días antes. Al encontrarse con Aramís, algo en el aire cambió: miradas cortas, gestos medidos. Según contó la propia Fuster, ella quiso darle un consejo a Maite sobre la relación que ésta mantiene con su hija, Sofía Suescun, algo que Maite no recibió con el mismo ánimo.
Cuando Emma llamó a Maite al plató para aclarar lo que había ocurrido entre bastidores, la tensión se hizo directa. Aramís acusó a Maite de no escuchar, de no querer aceptar el consejo, y Maite, con voz firme, la llamó “histérica”. El enfrentamiento cogió ritmo en directo. El público lo notó: se había colado una chispa inesperada en lo que parecía un episodio tranquilo.
Mientras tanto, estaba también la presencia silenciosa de otro personaje clave: Kiko Jiménez, colaborador del programa, pareja de Sofía Suescun, y que recientemente se encontraba en el centro de otro episodio mediático. En semanas anteriores, Kiko había sido requerido por Emma para explicar un vídeo que habían subido a redes sociales: un vídeo en el que él y Sofía aparecían reformando la habitación que previamente ocupaba Maite Galdeano. Las cámaras lo mostraron, y Emma cortó el tema abruptamente: “¿Qué te crees, que no te conozco? Me toca las narices que me trates con tanto cariño y luego te pongas a la defensiva”, le soltó ella.
La conversación derivó hacia el origen de la disputa entre Maite y su hija. Kiko lo había dicho claro: Sofía “no está ni mal ni bien”, que estaba haciendo “un trabajo mental para no reconocer a su madre, para que ya no le afecte lo que hace”. Y Maite, desde su trinchera, acusaba a Kiko de haber grabado conversaciones y de arquitectar una estrategia contra ella. El acusado negó, habló de una denuncia que había interpuesto contra Maite por “amenazas graves” y acusaciones públicas.
En ese momento, Emma interrumpió, miró directamente a cámara, y pidió por favor a todos que dijeran lo que verdaderamente sentían. “La próxima vez que algo os moleste, decídmelo desde el principio”, dijo Emma, con voz firme. Las cámaras fluctuaban, la audiencia contenía el aliento.
Y justo cuando parecía que el clima comenzaba a calmarse, Aramís volvió al centro del conflicto: su enfrentamiento con Maite cobraba notoriedad, y Maite replicaba con dureza que la bruja no tenía autoridad para aconsejarla. El estudio temblaba con cada frase. Emma, nuevamente gestora de todo, moderaba con dificultad un plató que se había vuelto terreno de batalla.
Finalmente, el bloque acabó, las luces descendieron, Emma cerró la sesión agradeciendo a los espectadores y adelantando el siguiente bloque. Pero fuera de cámaras se oían murmullos, se sentía el ruido de las ruedas de prensa que iban a venir, tweets que se iban a disparar, historias que se mantienen vivas.

Porque al final, más allá del conflicto de Maite, de la intervención de Aramís, de la actitud de Kiko, lo que se vio fue una señora que dice “esto lo llevo fatal”, que exige sinceridad, que no tolera defensivas. Y lo que se oyó fue una madre que se siente apartada, una hija que se distancia, una pareja que defiende su territorio y un plató que refleja todo ello ante millones de personas.
Y aunque el episodio terminó, queda claro que esa tarde en Fiesta no fue solo un programa más: fue un retrato de relaciones rotas, de egos en directo, de televisivo cruce de fuego. Emma García, al frente del timón, tuvo que combatir más que contar. Y nosotros, como espectadores, vimos cómo el show se convierte en trincheras y cómo la realidad, incluso cuando se decoración bajo luces de estudio, puede ser más áspera y auténtica que cualquier guion.
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