No había entradas. No había dinero. Y sin embargo, allí estaba él. Lionel Messi, el genio inigualable, caminando sobre la cancha de las eliminatorias sudamericanas cuando el mundo parecía venirse abajo. Este es el relato de cómo, en medio de escasez y dificultades, un jugador cambió el destino del juego… y del corazón de millones.

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Un estadio a medias y una esperanza intacta

Era una noche sin brillo en la taquilla. La gente no tenía dinero, los precios de las entradas desbordaban la capacidad de muchos. Gente mayor, jubilados con ingresos mínimos entre 260 y 280 dólares, apenas podían costear un boleto —un costo hasta parecía simbólico para algunos, una fortuna para otros— . Aun así, el rumor de que Messi estaría ahí lo trastocó todo. Las radios empezaron a vibrar, los grupos de WhatsApp estallaron, y aunque muchos se quedaron afuera, la esperanza entró.

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El silencio antes del estruendo

El estadio no estaba lleno, pero ahí estaba la pasión. La cancha, a medio llenar, era una mezcla de vacíos y gritos contenidos. Se escuchaban los sollozos de quienes no pudieron entrar. Pero también, los murmullos: “Messi está”, “Messi va a jugar”. La energía era tenue, pero chispeaba. Era como si el aire se cargara de electricidad, y todos, bajo esa atmósfera, sabían que algo grande estaba a punto de ocurrir.

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El momento en que todo cambió

Entró Messi. Sin estruendos, sin fanfarria. Simplemente caminó hacia el centro, concentrado, elegante. El estadio se encendió de golpe. El silencio se transformó en un murmullo que rugía: “¡Messiiii!”. El eco explotó. Los pocos presentes se pusieron de pie, otros se taparon la cara, algunos se arrodillaron frente a la cancha. Porque sabían que, aunque no tuviesen entradas ni dinero, lo que captaban era algo más grande.

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Messi contestó con goles

Y contestó. No habló, no explicó. Hizo magia. El genio argentino se movía por la cancha como un poeta con un pincel. Tocó, asistió, desbordó. En ocasiones, precipitaba, pero casi siempre encontraba el pase perfecto, casi siempre desnudaba la defensa con un toque sutil. Y cuando la pelota acarició la red, el estadio tembló aunque estuviera medio vacío. Cada gol suyo era un grito para los ausentes, un abrazo para los que no hicieron “click” a tiempo o no pudieron pagar la entrada

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El legado de un momento límite

Messi, con más de 6 tantos, era el goleador máximo de la eliminatoria . Pero en ese partido, ese gol era más que un número: era un símbolo. Un símbolo de resistencia frente al costo del sistema; de un golpe de talento que supera las barreras económicas. Incluso con el estadio lejos de llenarse, se borraron las distancias entre ricos o pobres: todos sintieron esa jugada, ese gol, como suyo.

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Cuando el espectáculo rompe el mercado

Hubo quienes lo dijeron en voz baja, entre el tumulto: “Sin Messi, no hay dinero; no hay prestigio” Pero esa noche fue todo lo contrario: sin entradas ni dinero, Messi generó riqueza emocional. El estadio —o lo que hubo de él— se hizo ícono. Y el que no entró ganó igualmente. Porque no fue una exhibición normal: fue una lección de grandeza. Y, para los que vieron, un recuerdo eterno.

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El fútbol entra por los sentidos

Sin entradas. Sin dinero. Pero con fútbol. Así entró Messi: por la emoción, el asombro, el respeto. Aquel día, la cancha no estaba llena, pero el mundo lo supo. Esa noche, lo que hizo Messi rompió barreras, y quedó grabado en quienes lo vieron… y en los que solo escucharon sobre lo que ocurrió.