La noche había caído sobre Madrid como un telón pesado, casi teatral, empujando las luces de la ciudad a brillar con un dramatismo inusual. En el centro, entre edificios antiguos y el rumor interminable de los taxis, un estudio de televisión seguía encendido a pesar de la hora tardía. No era un día cualquiera: las puertas estaban cerradas, las ventanas cubiertas y solo un puñado de personas caminaba de un lado a otro con una inquietud difícil de ocultar.

En una de las salas interiores, Carmen Borrego sostenía un vaso de agua entre las manos temblorosas. No sabía si tenía más frío o más miedo, pero lo que sí sabía era que la noche estaba a punto de torcerse de un modo inesperado.
—Carmen, tranquila, respira —le dijo Luis, un ayudante de producción joven pero acostumbrado a tempestades televisivas—. Jesús Manuel ya está de camino. En cuanto llegue, se aclara todo.
Carmen alzó la vista.—Eso es lo que me preocupa.
Habían sido semanas intensas, semanas donde viejos rencores, rumores y silencios habían crecido como ramas secas, listas para prender con la chispa más pequeña. Y ahora, según le habían dicho, Jesús Manuel Ruiz traía “información delicada”, algo que podía cambiar el rumbo de varias historias que circulaban por los pasillos de la farándula.

Pero no era él lo que la inquietaba.Eranellos.Rocío Carrasco y Fidel Albiac.

No sabía exactamente por qué, pero una sensación pesada le recorría el estómago cada vez que escuchaba sus nombres últimamente. Era como si estuviera a punto de entrar en una habitación oscura donde no sabía qué la esperaba.
Mientras se sumía en sus pensamientos, la puerta se abrió con un golpe seco.

—Carmen —anunció el director del programa—, ya están aquí.
Ella se levantó de inmediato.
—¿Quiénes?
—Jesús Manuel y… bueno… también han venido Rocío y Fidel.

El vaso tintineó entre sus dedos antes de que lograra depositarlo en la mesa.
—¿Cómo que han venido? Nadie me avisó de que ellos…
—No venían para el programa, pero… parece que quieren hablar contigo. Personalmente.
Carmen sintió cómo el aire se le atascaba en la garganta.

El pasillo estaba casi vacío cuando Carmen salió. La iluminación tenue hacía brillar el suelo encerado, y sus pasos resonaban con un eco inquietante. A mitad del corredor, vio tres figuras.
La primera, la más cercana a ella, era Jesús Manuel, con un gesto tenso y algo de urgencia en la mirada.A su lado, un poco más atrás, estaban Rocío Carrasco y Fidel Albiac, ambos serios, inmóviles, casi como dos estatuas en medio de un templo del silencio.
El corazón de Carmen retumbó.
Jesús Manuel fue el primero en acercarse.
—Tenemos que hablar —dijo en voz baja.
—¿Aquí? —preguntó ella, mirando de reojo a Rocío y Fidel.

—Mejor en una sala privada —intervino Fidel, con un tono suave pero firme—. Esto no debería escucharlo nadie más.
Carmen dudó un instante, pero finalmente asintió. No podía huir eternamente.
Entraron a una sala pequeña, con paredes insonorizadas y una mesa rectangular en el centro. Carmen se sentó frente a los tres, sintiéndose de pronto diminuta.

Jesús Manuel suspiró y abrió una carpeta.
—Lo que vamos a decirte no es sencillo —empezó—, pero necesitas escucharlo. Y necesitamos que lo escuches sin pensar que venimos a atacarte.
Carmen apretó los manos sobre la mesa.

—Decidlo ya —susurró.
Rocío dio un paso adelante. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos tenían un brillo contenido, como si detrás de ellos se agitara una tormenta.
—Hay información circulando —dijo—. Información sobre ti, sobre tu familia… sobre alguien que tú crees que está de tu lado. Y no lo está.
Carmen frunció el ceño.
—¿Qué información…? ¿Quién la está moviendo?

—Alguien que quiere enfrentarnos —dijo Fidel con una calma helada—. Alguien que quiere verte caer. Y que, de paso, quiere crear un conflicto entre nosotros.
Carmen sintió un nudo en el estómago.
—¿Y por qué me lo decís ahora? ¿Por qué venís aquí, los tres, juntos? ¿Qué os ha hecho pensar que yo…?
Jesús Manuel la interrumpió.

Porque han usado tu nombre, Carmen. Lo han usado para manipular. Y si no te lo decimos ahora, mañana será demasiado tarde.
Carmen tragó saliva.
—¿Manipular para qué?
Los tres se miraron entre sí. Parecían meditar la respuesta.
Entonces, Rocío habló de nuevo:
Para que parezca que tú filtraste algo que podría hacernos daño. Algo que jamás salió de tu boca.
Carmen se quedó helada.
¿Yo? ¿Filtrar… qué?
—Mensajes. Conversaciones. Y supuestos comentarios que nunca dijiste —explicó Jesús Manuel—. Todo fabricado para que pensemos que venían de ti.
—¿Y quién… quién haría algo así?
Fidel inspiró hondo y apoyó ambas manos sobre la mesa.
—Alguien que te conoce. Alguien que sabe cómo trabajas, cómo reaccionas, y cuánto temes un conflicto con nosotros.
Carmen sintió que el mundo se estrechaba a su alrededor.
—¿Me estáis diciendo que alguien cercano a mí…?
Rocío asintió con solemnidad.
Un silencio espeso llenó la sala. Carmen miró a cada uno de ellos, buscando alguna grieta, alguna señal de duda. Pero no encontró nada. La firmeza de sus rostros le confirmó que hablaban en serio.

¿Y qué esperáis que haga? —preguntó ella finalmente—. ¿Que os crea sin más?
Jesús Manuel abrió de nuevo la carpeta.
—Por eso hemos venido juntos. Porque tenemos pruebas. Pruebas de que no has sido tú… pero también pruebas de quién ha intentado usar tu nombre.
Carmen sintió un vértigo repentino.
—No quiero verlas —dijo en voz baja, casi un susurro—. Sea lo que sea… no estoy preparada.
—Tarde o temprano tendrás que enfrentarlo —respondió Rocío con sinceridad.
—Lo sé… —Carmen apretó los labios—. Pero ahora mismo siento que me voy a desmayar.
Fidel retrocedió un paso.
Si quieres, podemos dejar esto para mañana —propuso—. No estamos aquí para hundirte, Carmen. Estamos aquí para detener algo que podría destruirnos a todos.
La frase quedó suspendida en el aire.
Destruirnos a todos.
Carmen se levantó lentamente.
—Necesito aire.
Nadie la detuvo cuando salió de la sala. Apenas cruzó la puerta, la tensión acumulada se convirtió en lágrimas silenciosas.
No sabía qué era peor: pensar que podía estar en medio de una conspiración… o pensar que alguien cercano había usado su nombre como arma.
El pasillo seguía vacío, pero ahora parecía más largo. Carmen caminó a ciegas, hasta que llegó a un rincón donde nadie la veía. Se apoyó en la pared y dejó que el llanto hiciera lo que quisiera.
Mientras tanto, dentro de la sala, los otros tres hablaban en murmullos tensos.
—No deberíamos haberle soltado todo de golpe —dijo Rocío.
—No había otra forma —respondió Jesús Manuel—. Si no lo hacía yo hoy, lo haría otro mañana, sin contexto, sin cuidado.
—Tiene miedo —añadió Fidel, frotándose la frente—. Y no es para menos.
Rocío inclinó la cabeza.
—Cuando vuelva, tenemos que darle un plan claro. Una salida. Algo que la ayude a ver que no está sola en esto.
Jesús Manuel cerró la carpeta.
—Si vuelve.
Los tres se quedaron en silencio.
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