Era una tarde soleada en Fort Lauderdale. El Inter Miami se enfrentaba a un equipo mexicano en un amistoso internacional, pero el ambiente en el estadio tenía algo especial. No era una final, no había títulos en juego, pero había emoción. Porque cuando juega Messi, siempre hay algo que flota en el aire. Algo distinto.

Entre la multitud vestida de rosa y negro, ondeando banderas argentinas y camisetas del Barcelona con el 10 desgastado, había un asiento en la fila 9, justo detrás del banquillo visitante, ocupado por un hombre mayor. Canoso, con la piel surcada por el tiempo, llevaba una camiseta del Barça de la temporada 2008-2009. Una reliquia.

Tenía una bufanda atada al cuello que decía: “Leo por siempre”.
Sus manos temblaban un poco. En sus ojos, había una mezcla de ansiedad, ternura y algo más profundo: esperanza.

“No es solo un partido”
Ese hombre se llamaba Don Ernesto, tenía 87 años y había viajado desde Rosario, Argentina, acompañado por su nieto. Su salud ya no le permitía caminar sin ayuda, y había pasado los últimos tres meses entre hospitales y medicamentos. Pero cuando se enteró de que Messi jugaría en Miami, insistió con una fuerza que nadie le conocía: “Antes de morir, quiero verlo una vez más. No por la tele. En persona.”

Su nieto hizo lo imposible. Vendió su moto, pidió favores, y compró dos boletos en una zona donde quizás, solo quizás, Leo podría verlo.
Porque Don Ernesto no era un fan cualquiera. Era el primer entrenador de fútbol amateur de un niño llamado Lionel Andrés Messi Cuccittini, en el club Grandoli, cuando tenía apenas cinco años.
El pasado que vuelve
Años atrás, en entrevistas que pocos recordaban, Messi hablaba de un “hombre mayor que me enseñó a amar la pelota”. Nunca dio nombre. Pero en Rosario, los del barrio sabían que ese hombre era Ernesto.

“Yo no le enseñé a jugar —decía Ernesto con humildad—, solo le pasé una pelota y lo dejé ser.”
Él fue el que lo vio chiquito, corriendo detrás de sus hermanos, y le dijo a la mamá:
— “Ese nene tiene algo. Que venga a entrenar.”

Messi tenía 5 años.
Lo demás es historia.
Pero como en toda historia, hay giros.
Con los años, la vida los separó. Don Ernesto siguió con su clubcito barrial, la salud le fue ganando terreno, y nunca quiso aprovechar el nombre de Messi para pedir nada. “No soy nadie. Él hizo su camino.”
Hasta que un día… el destino los volvió a cruzar.
La mirada
Minuto 32 del primer tiempo. Messi se acerca a la banda para un tiro libre rápido. En eso, alza la mirada hacia la tribuna. Y ahí, entre toda la multitud, ve algo que lo hace detenerse por una fracción de segundo.
Una cara.

Una mirada que le resulta demasiado familiar.
Messi parpadea. No puede creerlo.
Levanta la vista de nuevo. El anciano le sonríe tímidamente. Levanta la mano con esfuerzo. Una lágrima le cae por la mejilla.
Leo se queda quieto. El balón ya no importa. Ni el marcador.

Recuerda.
Recuerda las canchas de tierra. La camiseta más grande que su cuerpo. El primer silbato.
Recuerda a Don Ernesto.

Y entonces, sin pensarlo, se acerca a la banda. Se quita el brazalete de capitán. Lo señala. Se lo lanza.
El estadio enmudece. Nadie entiende. Hasta que lo ven: Messi sonríe emocionado.
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“Gracias por todo, profe”
En el entretiempo, mientras los jugadores entraban al vestuario, Leo rompió el protocolo. Se desvió. Caminó hacia la grada, custodiado por seguridad. La cámara lo siguió.
Se acercó al asiento 9, fila baja.

— “¿Usted es Ernesto?”
El anciano no podía hablar. Solo asintió. Las lágrimas le cubrían el rostro.
Leo lo abrazó. Largo. Silencioso. Como si se hablara con el corazón.

— “Gracias por todo, profe. Gracias por darme la pelota.”
Don Ernesto no podía creerlo. Los flashes estallaban. El estadio explotó en aplausos.
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Su nieto grababa entre sollozos.
Más tarde, subiría ese video a redes con la frase:
“Mi abuelo murió hace tres meses diciendo que su sueño era ver a Messi una vez más. Hoy lo abrazó. Gracias, Leo.”
El mundo reacciona
En cuestión de horas, el video superó los 10 millones de reproducciones.
La FIFA lo compartió con la frase: “El fútbol tiene memoria.”
Antonela, la esposa de Messi, comentó: “Esto es Leo.”
Viejos compañeros del Grandoli reconocieron a Ernesto: “Él fue el primero que creyó.”
En la conferencia post partido, le preguntaron a Leo por el momento.
— “Era él. Me costó reconocerlo, han pasado tantos años… Pero cuando lo vi, lo sentí. Era parte de mi historia. Me emocionó. Me recordó por qué amo esto.”
Más que fútbol
La historia conmovió al mundo. No por los goles, ni por las camisetas vendidas, ni por las estadísticas.
Conmovió porque mostró que el fútbol, en su forma más pura, es un acto de amor.

Un niño que recibe una pelota.
Un entrenador que cree en él.
Y 30 años después, un abrazo que cierra un círculo.
Don Ernesto falleció dos semanas después, en Rosario.
Pero lo hizo en paz. En su casa. Con la camiseta firmada por Messi sobre su pecho.

Su nieto escribió en su despedida:
“Te fuiste feliz, abuelo. Te abrazó el niño que formaste. Ahora sí, podés descansar.”
El legado invisible
Messi ha ganado todo. Copas, Balones de Oro, Champions, Mundiales. Pero quizás, sin saberlo, ese momento conmovió más que cualquier trofeo.
Porque en ese instante no era Messi la estrella.
Era el niño de Grandoli reconociendo al primer hombre que le creyó.

Y todos lo sentimos. Porque todos tenemos un Don Ernesto en la vida.
Alguien que nos dio la primera oportunidad. Que creyó cuando nadie lo hizo.
Messi lo recordó. Y el mundo lo aplaudió.
Y así, en una noche cualquiera, el fútbol volvió a demostrarnos que las historias más grandes no siempre se escriben con goles… sino con gestos.
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