Barcelona, una tarde templada de primavera. La ciudad vibraba con el bullicio de turistas, motocicletas y terrazas llenas. Entre los callejones del Raval, la vida transcurría a otro ritmo: menos glamuroso, más real.

Lamine Yamal acababa de terminar un evento promocional con el FC Barcelona en el centro de la ciudad. Como siempre, iba acompañado por un par de asistentes del club y su guardaespaldas. Pero ese día, algo diferente llamó su atención.
Iban en la furgoneta del club, atravesando una calle estrecha cerca del Mercado de Sant Antoni, cuando Lamine, mirando por la ventanilla, notó a un hombre hurgando en un contenedor de reciclaje. No fue la acción lo que le llamó la atención, sino el rostro. Algo en él le resultó familiar.

—Para aquí —dijo de repente al conductor.
—¿Qué pasa? —preguntó uno de los asistentes.
—Solo para.
La furgoneta se detuvo. Lamine se bajó con paso firme. El guardaespaldas lo siguió, confundido. El hombre del contenedor, al escuchar pasos, se giró.
Era delgado, con barba desordenada, ropa vieja pero limpia. Sostenía una mochila desgastada y unas latas de aluminio en una bolsa.
Cuando sus miradas se cruzaron, el tiempo pareció detenerse.
—¿Abdel…? —susurró Lamine.
El hombre abrió los ojos, sorprendido.
—¿Lamine?
Hubo un segundo de silencio. Luego, el hombre soltó la bolsa y caminó hacia él, incrédulo.

—¿Eres tú?
—¡Abdel! ¡No me lo creo! —Lamine corrió y lo abrazó.
Era su primo Abdel, hijo del hermano mayor de su padre. Se habían criado juntos hasta los siete años, en Rocafonda. Luego, la familia de Abdel se había mudado a Zaragoza… y perdieron contacto. Lamine, entonces, era apenas un niño con sueños. Abdel, diez años mayor, era el primo que le enseñaba a patear el balón contra la pared del garaje.
Pero ahora, estaba frente a él, visiblemente golpeado por la vida. Vivía en la calle. Era recolector.

Un reencuentro inesperado
—¿Qué haces aquí, primo? ¿Estás bien?
—Sobreviviendo —respondió Abdel con una sonrisa triste—. Trabajo recogiendo latas, cartón… lo que pueda. Duermo en un refugio algunos días. A veces, en cajeros.

Lamine no podía creerlo.
—Pero… ¿por qué no nos buscaste? ¿A mi padre? ¿A mí?
Abdel agachó la cabeza.

—Cuando las cosas se ponen feas, uno se encierra. Me dio vergüenza. Después de que mis padres murieron, todo fue cuesta abajo. Perdí el trabajo, me alejé de todos. No quería que nadie me viera así, y menos tú.

Lamine se quedó callado unos segundos. El guardaespaldas observaba en silencio desde la distancia. Los asistentes miraban sin saber si intervenir.
—Ven conmigo. Ahora. Vamos a hablar, pero no aquí.
—¿A dónde?
—A mi casa. O a un hotel. O donde tú quieras. Pero sal de esta calle.
La historia detrás del silencio
Esa noche, en un pequeño apartamento del club donde Lamine se hospedaba temporalmente, ambos compartieron una cena sencilla. Abdel, al principio, se mostró reacio. No quería “molestar”. No quería “aprovecharse”. Pero Lamine fue firme.
—Tú estuviste para mí cuando yo era un niño. Ahora me toca a mí.

Poco a poco, las barreras cayeron. Abdel contó su historia. Después de la muerte de sus padres, tuvo que abandonar sus estudios. Trabajó como albañil, luego como repartidor, hasta que una lesión en la rodilla lo dejó fuera del mercado laboral. La ayuda del estado no alcanzaba. Perdió el alquiler. Terminó en la calle. La depresión hizo el resto.
—¿Sabes qué fue lo más duro? —dijo Abdel—. Ver tus partidos, ver lo lejos que llegaste… y sentir que yo no merecía ni saludarte.
Lamine tragó saliva. Le dolía imaginar a su primo, el mismo que le enseñaba a hacer bicicletas con el balón, viéndolo triunfar desde la soledad.
—Nunca pienses que no mereces nada, Abdel. Todos necesitamos una mano, alguna vez.
El plan
Lamine sabía que ayudar no significaba solo pagar una habitación o comprar ropa. Sabía que las heridas profundas no se curan con caridad, sino con dignidad. Así que ideó un plan.
Primero, habló con su madre, Sheila. Le contó todo. Ella, emocionada, le dijo:
—Tu tío estaría orgulloso. Tráelo a casa. Aquí tiene familia.
Pero Lamine tenía algo más en mente.

Días después, se presentó en la sede de una ONG con la que colaboraba el Barça para jóvenes en situación vulnerable. Preguntó si tenían algún programa de reinserción laboral para adultos. Tenían uno: recogida y clasificación de material reciclable para su venta. Se necesitaban coordinadores, supervisores, y sobre todo, gente con experiencia.
—Mi primo ha estado recolectando por más de un año. Lo conoce todo. Solo necesita una oportunidad.
La ONG aceptó hacerle una entrevista. Abdel, nervioso, se presentó con ropa nueva y una actitud humilde

Y la consiguió.
Una semana después, comenzó como asistente de supervisión en un almacén de reciclaje. No era glamuroso, pero era digno. Tenía un sueldo, un lugar donde dormir, y por primera vez en mucho tiempo, esperanza.
El gesto que emocionó a todos
El siguiente partido del Barça fue en el Camp Nou. Lamine no se lo dijo a nadie, pero tras marcar un golazo, corrió hacia la cámara y formó una A con los dedos.
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La prensa especuló: ¿Era por alguna chica? ¿Una marca?
Días después, en una entrevista exclusiva, Lamine aclaró:
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—La A es por Abdel. Mi primo. Lo reencontré hace poco en la calle. Y me recordó que todos, sin importar cuán lejos lleguemos, debemos mirar atrás. Él me enseñó a jugar al fútbol. Hoy, yo solo devolví una parte de todo lo que él me dio.
La historia se hizo viral. No por el morbo, sino por la humanidad. Por la empatía. Por la verdad que tantas veces se esconde detrás del éxito.

El círculo se cierra
Semanas después, Abdel ya tenía estabilidad. Había vuelto a hablar con familiares, y había recuperado algo que creía perdido: el respeto por sí mismo. Lamine le ofreció ayuda para estudiar, incluso terminar el bachillerato, si quería. Pero Abdel sonrió y dijo:
—Ahora quiero ayudar a los demás. Como tú hiciste conmigo.

Y así lo hizo. Comenzó a hablar en pequeños talleres de motivación organizados por la ONG, donde contaba su historia a jóvenes en riesgo. Muchos de ellos lo escuchaban con los ojos abiertos, sabiendo que quien habla desde el barro… habla con verdad.
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Epílogo
Un día, durante una visita de Lamine a Rocafonda, fue con Abdel al pequeño campo de cemento donde solían jugar de niños. El sol caía despacio. Lamine pateó un balón y Abdel, entre risas, lo detuvo como cuando eran niños.
—¿Ves que todavía tengo algo de magia? —dijo Abdel.
—Tienes algo mejor, primo —respondió Lamine—. Tienes futuro.
Y esa noche, mirando las estrellas desde una terraza en Mataró, Lamine pensó que la fama, los goles y los contratos no valen nada… si no puedes usarlos para levantar a los tuyos cuando más lo necesitan.
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