La historia que estás a punto de leer no es una ficción, aunque parezca salida de una película. Es la historia de un hijo, un padre, y un sueño compartido que, contra todo pronóstico, se hizo realidad. Una historia sobre la fe, el amor y el poder mágico que puede tener un simple gesto en el momento indicado. Todo comenzó con un viaje. Pero no era un viaje cualquiera…

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Un padre, un hijo, y una promesa

Lucas tenía 24 años y vivía en Rosario, Argentina, la misma ciudad donde nació Lionel Messi. Para él, como para millones de personas en el mundo, Messi no era solo un futbolista: era un ídolo, un símbolo de esperanza, de lucha, de perseverancia. Pero para su padre, Rubén, Messi era algo más. Era el motivo de muchas sonrisas en los momentos más oscuros.

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Rubén había sido diagnosticado con un tipo agresivo de cáncer dos años antes. Los tratamientos eran largos, dolorosos y muchas veces frustrantes. Pero en medio de todo ese dolor, había algo que mantenía vivo su espíritu: ver jugar a Messi. Cada vez que el “10” salía a la cancha, Rubén se transformaba. Gritaba, sufría, reía… por noventa minutos, la enfermedad quedaba en pausa.

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Un día, mientras compartían una taza de té mirando un viejo partido del Barcelona, Rubén susurró:
—Me encantaría conocer a Messi antes de irme.

Lucas lo miró en silencio. No dijo nada, pero en su cabeza ya comenzaba a formarse una idea.

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El viaje de la esperanza

Lucas sabía que no era fácil. Conseguir que Messi recibiera a alguien, entre entrenamientos, partidos y una agenda apretadísima, era casi imposible. Pero también sabía que había cosas que se hacen no porque sean fáciles, sino porque son necesarias.

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Ahorró durante meses, vendió su moto, habló con médicos, buscó vuelos y, finalmente, organizó un viaje a Miami, donde Messi jugaba para el Inter Miami. Convenció a su padre con un simple argumento:

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—Vamos a ver un partido de Messi, papá. Nada más. Solo eso.

Rubén aceptó con una sonrisa cansada pero sincera. No sabía que su hijo tenía un plan mucho más ambicioso.

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El partido soñado… y una esperanza que se desvanece

Llegaron a Miami dos días antes del partido. Lucas había escrito decenas de correos: al club, a periodistas, a fundaciones, incluso a amigos de amigos que conocían a alguien que conocía a alguien. Pero no obtuvo respuesta.

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El día del partido, llegaron temprano al estadio DRV PNK. Rubén estaba emocionado como un niño, llevaba puesta una camiseta antigua del Barça con el nombre de Messi en la espalda. Lucas lo miraba con ternura… y con tristeza. Sabía que las probabilidades de encontrarse con el ídolo eran mínimas.

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El partido comenzó. Messi brillaba como siempre. Marcó un golazo y dio una asistencia magistral. Rubén lloraba de emoción. Lucas también. Pero en el fondo, había una punzada de derrota. El plan no estaba saliendo como esperaba.

Hasta que ocurrió lo imposible.

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Un ángel vestido de rosa y negro

En el minuto 85, cuando el partido ya casi terminaba, Lucas notó que un camarógrafo del club se acercaba a las gradas. Tenía una cámara apuntando directamente hacia ellos. Al lado del camarógrafo venía una mujer del staff, con una acreditación colgando del cuello. Se detuvo frente a ellos.

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—¿Usted es Rubén? —preguntó, mirando al padre.

Rubén asintió, confundido.

—Tenemos una sorpresa. ¿Pueden acompañarnos?

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Lucas no entendía nada, pero no hizo preguntas. Tomó a su padre del brazo, y bajaron con cuidado hasta una zona del túnel de vestuarios.

Ahí, esperaron unos minutos que parecieron eternos… hasta que una figura pequeña, con barba recortada y ojos brillantes, apareció frente a ellos.

Era Messi.

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Un encuentro que vale una vida

Rubén no podía hablar. Apenas podía sostenerse en pie. Pero Messi se acercó, lo abrazó con delicadeza, y le dijo:

—Gracias por venir. Me dijeron que sos un gran fan.

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Rubén soltó las lágrimas que había contenido durante años. No dijo mucho. Solo repitió una frase:

—Gracias. Gracias por todo lo que diste. Por todo lo que sos.

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Messi sonrió, le firmó la camiseta, se sacó una foto con él, y le entregó una pulsera que llevaba en la muñeca.
—Es una de la suerte —dijo, mientras se la colocaba él mismo a Rubén—. Me la dio Thiago.

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Lucas observaba la escena con el corazón hecho pedazos y al mismo tiempo lleno. Lo había logrado. Su padre había conocido a su héroe. No solo eso: Messi lo había tratado como a un amigo, como a alguien importante. Como a un igual.

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El regreso y el legado

Volvieron a Argentina una semana después. Rubén estaba cansado, pero pleno. Nunca dejó de hablar de ese día. Mostraba la foto con Messi a todo el mundo, como un niño con un trofeo.

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Unos meses más tarde, Rubén falleció. En paz. Con una sonrisa. Con su camiseta firmada colgada en la pared, y la pulsera de Messi aún en la muñeca.

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Lucas no volvió a escribirle a Messi. No buscó más reconocimientos, ni entrevistas. Para él, el viaje ya había valido más que cualquier cosa. Había cumplido una promesa.

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Hoy, cada vez que ve a Messi en la televisión, Lucas recuerda aquel día. El túnel. El abrazo. Las lágrimas. Y piensa que, a veces, lo imposible no solo es posible… sino necesario.

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Epílogo

No sabemos si Messi recuerda a Rubén. Tal vez para él fue un momento entre muchos. Pero para Rubén, y para Lucas, fue un momento eterno. Un segundo suspendido en el tiempo, donde la enfermedad, el miedo y la tristeza quedaron atrás. Solo quedaron dos personas, unidas por la pasión y por la humanidad.

Y un hijo, que se negó a rendirse.