En el mundo del espectáculo y del corazón, los focos acostumbran a iluminar rostros conocidos. Pero cuando un personaje nuevo irrumpe con fuerza, las luces giran, se cambian esquemas. Fue lo que pasó cuandoAntonio Montero entró en escena y, con su presencia y declaraciones, hizo que Joaquín Prat perdiera parte de su terreno de control, mientras la tormentosa relación entre Antonio David Flores y Marta Riesco se convertía en espectáculo diario.

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Yo estaba revisando titulares una mañana tranquila cuando me topé con un titular que me erizó la piel: “Antonio Montero eclipsa a Prat con su versión sobre Marta Riesco y Antonio David.” Intrigado, seguí el rastreo de esa revelación que prometía alterar alianzas mediáticas.

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El arranque del nuevo jugador

Antonio Montero no era un nombre cualquiera en los pasillos televisivos: periodista, con años en crónica social, acostumbrado a entrevistar lo íntimo con frialdad estratégica. Lo que nunca había hecho es colocarse como protagonista del relato. Pero algo cambió cuando decidió abordar el triángulo Riesco‑David‑Prat con una perspectiva distinta.

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Sus primeros comentarios no fueron agresivos ni altisonantes, sino medidos. Aseguró conocer informaciones que hasta entonces no se habían difundido públicamente: claves sobre cómo se movía Marta Riesco detrás de cámaras, órdenes implícitas que ella recibiría del entorno de Antonio David, versiones que describían que Joaquín Prat ya no dominaba esas filtraciones como antes. Con esa sutil insinuación, Montero sacudió el tablero: dejó entender que él sabía lo que otros callaban y que su voz merecía ser escuchada.

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Ante esto, Joaquín Prat, quien había sido hasta entonces uno de los hombres fuertes del matinal y de las exclusivas, sintió el temblor. No tardaron en circular versiones de que empezó a sentirse cuestionado.

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El terreno resquebrajado de Prat

Para muchos televidentes, Joaquín Prat era la figura estabilizadora: con autoridad en plató, capacidad para controlar narrativas incómodas, voz que imponía límites entre lo que “se dice al aire” y lo que “queda atrás de cámaras”. Pero con la aparición de Montero, esos muros comenzaron a mostrar fisuras.

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Prat lo sintió pronto. Algunos programas del corazón empezaron a citar las afirmaciones de Montero como “fuentes distintas, confiables”, en paralelo a las declaraciones oficiales del presentador. En redes sociales, se comentaba que Montero disponía de “documentos, testimonios, verificaciones internas” que no podían ignorarse. Así, lo que antes era dominio indiscutido de Prat sobre los flancos mediáticos, empezaba a compartirse.

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Esa tensión se hizo más visible cuando Marta Riesco, en entrevistas posteriores, comenzó a contradecir líneas del discurso propio de Prat. Ella afirmaba que había sido maltratada profesionalmente por él, que ciertas críticas suyas no respondían solo a objetividad, sino a reacciones de celos mediáticos hacia su protagonismo con Antonio David. Así, la relación entre Riesco y Prat se volvió irreparablemente hostil.

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Montero, por su parte, observaba desde su puesto. En ocasiones, durante debates de crónica rosa, su nombre ya aparecía como referencia crítica frente a las versiones oficiales de Prat. En otros momentos, sus columnas insinuaban que Prat estaba perdiendo control del guion detrás del show que él mismo había ayudado a construir.

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En el epicentro de la disputa estaba Marta Riesco, protagonista de esta historia desencadenada por Antonio David. Ella, que había confirmado públicamente su relación con él en una etapa en que ambos estaban en transiciones sentimentales, vio cómo su vida privada se convertía en un campo de batalla mediático.

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Pero después de su salida abrupta de Mediaset y de los ataques que sintió como injustos, Riesco no solo calló: comenzó a hablar. En entrevistas recientes denunció que Joaquín Prat no se portó bien con ella como compañero profesional, que sufrió trato hostil, que dejó claro que le hizo daño en más de una ocasión. Para ella, Prat era un adversario que ahora estaba siendo desplazado por voces como Montero.

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Cuando Montero mencionaba versiones sobre filtraciones y tensiones que ella misma había vivido, Riesco las reforzaba en sus declaraciones. En cierto modo, Montero le sirvió de altavoz externo: dijo lo que ella no podía afirmar —o no quería afirmar— directamente. Así, la polémica cobró múltiples frentes: no solo entre Prat y Riesco, sino entre Prat y Montero, con Riesco expectante, lista para señalar los puntos oscuros que considerase injustos.

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Escenas de confrontación mediática

Un episodio clave: en un programa en el que Prat hablaba sobre las filtraciones que circulaban de Marta Riesco, Montero apareció luego con una columna donde cuestionaba la autoría de esas filtraciones y originaba dudas sobre quién realmente controlaba el relato público. Las redes ardieron: ¿Quién filtra para quién? ¿Quién tiene más control sobre la narrativa que sobre la verdad?

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En otro momento, durante un evento público de prensa rosa, Marta Riesco evitó saludar públicamente a Prat. Ella dijo que no quería entrar en confrontaciones escénicas, pero dejó claro que ella “no extendía la mano donde no había respeto”. Noticias posteriores contaron que Prat vio su figura pasar y no devolvió el saludo. Riesco dijo que no fue el primer gesto frío entre ambos.

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Montero, en entrevistas posteriores, se refirió a ese silencio como símbolo impotente: “Cuando alguien se niega a saludar, está cerrando puertas que antes se abrían con facilidad”. Con esa frase, no solo criticaba la distancia entre Riesco y Prat; insinuaba que Prat ya no ejercía el protagonismo que había tenido.

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Palidecer ante el poder narrativo

Cuando se dice que alguien “palidece” ante otro en este contexto, no es solo por visibilidad: es porque el poder de moldear el relato público se traslada. Y eso es lo que le pasó a Prat: Montero capturó momentos que él no alcanzaba a controlar del todo, los reconfiguró y los presentó como claves esenciales que Prat ya no podía omitir.

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Riesco aprovechó ese vacío narrativo. Al sentirse desplazada por interpretaciones externas, encontró en Montero un aliado tácito que legitimaba sus voces. Así, la triada —Prat, Montero y Riesco— se convirtió en un juego de espejos: quien controla qué se dice, quién lo amplifica y quién lo calla. Prat, acostumbrado al control, vio cómo ese mando se fragmentaba.

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Quizás Prat se dio cuenta cuando empezó a aparecer en redes sociales como reaccionario ante los planteamientos de Montero, perdiendo espontaneidad. O cuando programas próximos a Montero lo citaban como “una versión alternativa” de lo que él había dicho primero. El eclipse mediático no fue instantáneo, pero empezó a manifestarse.

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Una conclusión abierta

Hoy, cuando cierro esta crónica, queda claro que no hay vencedores absolutos: cada personaje en esta historia carga con certezas, sospechas, heridas y relatos que a veces se entrecruzan. Pero lo que sí veo es esto:

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Antonio Montero emergió como un actor decisivo, alguien capaz de alterar la narrativa y de romper espacios que Prat suponía suyos.

Joaquín Prat, figura tradicional de la televisión rosa y del control mediático, empieza a ver cómo su autoridad narrativa es cuestionada por voces alternativas.

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Marta Riesco, atrapada entre su propia exposición y el deseo de reivindicar su dignidad, encuentra en Montero un referente que legitima lo que ella misma siente: que ha sido víctima y protagonista al mismo tiempo.

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Y mientras tanto, Antonio David sigue siendo el hilo conductor de ese maelstrom. Cada gesto suyo, cada silencio o declaración, alimenta versiones encontradas. En el choque entre Montero y Prat, Riesco juega su carta final: gritar lo que le hicieron, lo que no le dijeron, lo que silenciaron.


Nadie sabe cuál será el desenlace. Pero, al menos por ahora, quien palidece no es solo un rostro visible en la tele: es quien perdería la autoridad de contar lo que otros quieren oír.