Yo estaba en el salón de mi casa, con la tele encendida, cuando vi que otra vez empezaba el huracán mediático. Tenía el móvil al lado, vibrando, con mensajes, noticias, artículos. El nombre de Alejandra Rubio, el de Mar Flores, el de Carlo Costanzia, Terelu: todos ellos mezclados en titulares, en declaraciones que venían de familias, libros, memorias, entrevistas.

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Me hice una idea: esto no era solo una polémica pasajera, no. Era una trama donde todos tienen algo que callar, algo que demostrar, algo que temen que se les salga de las manos.

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La historia empezó cuando Mar Flores publicó su libro de memorias, “Mar en calma”. Ahí, la modelo desnudó parte de su vida: habló de sus adicciones, de problemas de salud mental, de prisión, de la compleja relación con su ex —el padre de Carlo—, y también del sufrimiento que le causaron algunas situaciones familiares.

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Carlo Costanzia, su hijo, leyó esas memorias —o al menos parte de ellas— y no lo hizo bien. Según se filtró: había cosas que le molestaban, cosas que hienden su orgullo, que remueven heridas del pasado. Alejandra Rubio, su pareja, quedó atrapada en medio. Tenía que reaccionar, dar explicaciones, poner cierta calma. Decía que algunas cosas de esas memorias “no tienen que ver con la realidad”.

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Por si fuera poco, tanto Alejandra como las abuelas del bebé —Terelu Campos (su madre) y Mar Flores (su suegra)— se vieron involucradas en rumores de frialdad, distancia, e incluso de “vetos”. Rumores de que Mar Flores no invitaba a Terelu a ciertos eventos, de que no coincidían, de que el distanciamiento entre generaciones crecía.

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Alejandra, neutralidad forzada

Yo la imagino a Alejandra en esas encrucijadas: por un lado, ama a su novio, su hijo, quiere proteger a su pareja; por otro, ama su independencia, su identidad ante el público, su imagen. No quería convertirse en “el puente quemado” entre dos mujeres poderosas y muy observadas: su madre y su suegra.

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Salía en platós, respondía preguntas: “No estoy en esa ecuación”, decía. “Quiero que mi hijo sea feliz, y que esté ajeno a los conflictos”. Decía que la relación con su suegro es buena, que con Mar Flores algo más distante, no tensa explícitamente. Pero esas distancias pesan.

Pedirle a su madre que no hable, que no se meta, quitarle protagonismo mediático de lo que rodea la novela familiar: esa fue una de sus peticiones. Y no solo eso: quiso que su hijo, cuando crezca, no arrastre los fantasmas de los titulares, de los pasillos de televisión, de las memorias.

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Rocío Carrasco como sombra al acecho

Rocío Carrasco no aparece siempre en primera línea en esta historia, pero su nombre asoma entre los ecos. Porque Rocío es parte de ese mundo de memorias, de traiciones, de expectativas, de mirar atrás y de juzgar lo que dijeron otros, lo que callaron, lo que omitieron.

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Cuando Mar Flores cuenta episodios duros de su vida, seguro hay quien lo compara con lo que Rocío hizo o sufrió, o cómo ha contado ella su verdad en otros libros y documentales. Rocío, para muchos, es ejemplo de lo que significa romper el silencio, de lo que se paga cuando se cuenta; también de lo que se espera que alguien en esa posición haga.

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Alejandra, consciente de esto, debe medir no solo qué dice, sino qué silencio guarda. Porque si recuerda Rocío su documental, su revelación de abusos, su lucha pública, muchas miradas se fijan en cómo las nuevas generaciones de familias mediáticas van a manejar heridas, secretos, escándalos. ¿Se guardará Alejandra lo que podría hablarse, o lo soltará en algún momento? ¿Cómo se reflexiona, se cuenta, se calla?

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El cumpleaños que lo expone todo

El momento que lo hizo visible para todos ocurrió en el cumpleaños número 60 de Terelu Campos. Fue una fiesta grande, con amigos, con familia, con invitados especiales. Allí ocurrió algo que muchos interpretaron como un simbolismo cargado: Terelu Campos posó con Carlo Costanzia padre (abuelo del niño de Alejandra y Carlo), con su hija Alejandra, con su nieto. Sin embargo, lo que faltaba ahí, lo que no se vio, era Mar Flores. La madre de Carlo hijo, la suegra de Alejandra.

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Terelu se defendió: dijo que él, el abuelo paterno del niño, estaba en su vida, era familia, y que lo había invitado porque tiene relación con él; que la ausencia de Mar Flores no era algo planeado contra ella, sino una circunstancia que se dio. Alejandra, presente, evitó profundizar en polémicas ese día: quiso que la fiesta fuese para su madre, que se respirara celebración, no guerra. Pero se veía en los gestos, en los silencios, en los micrófonos insistentes, en las miradas de quienes cubren los eventos.

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Ese posado, esa imagen familiar con ausencias significativas, se interpretó como un “zasca”: una declaración sutil de quién está dentro del círculo, de quién se mantiene unido, de quién aparentemente queda apartado. Las redes explotaron, los medios especularon: ¿fue un dardo a Mar Flores? ¿Qué hay entre Mar Flores y Terelu ahora? ¿Cómo se siente Alejandra siendo hija y también núcleo de esta tensión?

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El papel de Rocío Carrasco en los susurros

Rocío Carrasco representaba para muchos un referente de alguien que contó lo que vivió, sin concesiones, con sus heridas. En ese contexto, la publicación del libro de Mar Flores, y la presencia mediática de Alejandra como hija, abuela, madre, están siempre bajo la lupa: ¿cómo se va a medir? ¿Se va a juzgar si es valiente, si calla, si responde?

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Y Rocío aparece, creo yo, como un espejo: no tiene que intervenir, no tiene que decir nada, pero su historia se convierte en antecedente, en ejemplo. Cuando Mar habla, cuando Alejandra dice que algo “no coincide”, cuando Terelu invita o evita invitar, algunos hacen comparaciones con lo que Rocío ha vivido, con lo que ha denunciado, con lo que otros han callado.

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Para Alejandra, eso debe pesar. Porque no solo hay una madre que la juzga, una suegra que habla, un novio que sufre, un niño que es fruto de todo esto. Hay un público que espera coherencia, valentía, sinceridad. Y también hay quienes ya han sido juzgados por contar; quienes han levantado denuncias, quienes se atrevieron a decir lo que duele. Rocío Carrasco está ahí en los ecos, recordándole que la verdad trae consigo consecuencias visibles.

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Lo que he visto, lo que siento

Me imagino a Alejandra levantándose por las mañanas con noticias nuevas: titulares que mezclan amor, familia, conflicto, juramentos de neutralidad, silencios que llenan más que las palabras. Me imagino los mensajes de amigas diciéndole que “tiene que hablar” o “sería más fácil si todo lo sintiera un poco menos pesado”. Y que ella responde, quizás para sí misma, que lo más difícil es no perder la paz, no traicionarse, ser ella misma en medio de un escenario donde todo lo personal se convierte en espectáculo.

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También la veo a Terelu intentando que esta historia no la rompa, que conserve su rol de madre, de abuela, de figura pública, sin convertirse en protagonista de un conflicto que no pidió. Y la imagino a Mar Flores, con su libro, con sus heridas, con sus verdades, también defendiendo lo que siente, diciendo lo que vivió, asumiendo el riesgo de ser juzgada, aplaudida, criticada.

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Y en un rincón, Rocío Carrasco, presente aun cuando no hable, como una sombra de lo que puede hacerse cuando se rompe el silencio, cuando cuentas aunque duela, cuando dejas que otros sepan, que opinen, que interpreten.

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¿Hacia dónde va esto?

No lo sé con certeza, pero pienso que hay tres caminos visibles:

Pacto de silencio o acuerdo tácito: Tal vez Alejandra, Terelu y Mar Flores opten por cerrar filas, poner ciertos límites mediáticos, decisiones personales que eviten más polémica para preservar al niño, la relación familiar, la salud mental.

Más revelaciones, más memorias: El libro de Mar ha abierto una caja de Pandora. Puede que más cosas salgan, más declaraciones, entrevistas, episodios que ahora están tapados, que vuelvan al debate. Y Alejandra puede decidir contar su parte, su verdad, su versión si siente que la versión de otros perjudica su vida, la de su hijo.

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Distancia emocional prolongada: Puede que las relaciones sigan siendo frías, con reuniones públicas por obligación, pero con poco intercambio íntimo, con gestos simbólicos más que afectivos reales. Que la convivencia mediática no se traduzca en reconciliaciones sinceras.

 

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Lo que me queda es una sensación de que Alejandra Rubio está en el ojo de una tormenta que no pidió, pero cuya calma depende mucho de ella. Que las memorias tienen poder: el de reabrir heridas, el de obligar a mirar atrás. Que Rocío Carrasco sigue siendo, para muchos, más que un personaje: un referente, una pauta de lo que puede ser contar, de lo que puede costar.

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Que en el centro de todo esto está un niño: su hijo Carlo, fruto de esta mezcla de afectos, de genealogías, de historias. Y lo que siempre me pregunto es cómo vive este niño la tensión, qué memorias heredará él, qué silencios o verdades crecerán junto con él.


La lección que yo saco es que en estas familias famosas modernas, convivir con la verdad, con la fama, con los libros que cuentan, con los silencios que duelen, no es fácil. Y que cada gesto —una invitación, una ausencia, un posado, una palabra— puede convertirse en titular, en interpretación pública, en herida abierta o bálsamo.