Era una tarde calurosa en Madrid. El sol caía a plomo sobre la Plaza de Oriente, pero en un pequeño café al lado del Teatro Real, la atención no estaba en el clima, sino en las palabras que acababan de salir de la boca de uno de los hombres más respetados en el mundo del fútbol español: José Antonio Camacho.

Camacho, con su camisa blanca impecable y su gesto serio pero amable, acababa de responder una pregunta aparentemente inofensiva de un periodista joven de un canal deportivo:>¿Cree usted que Lamine Yamal debería ganar el Balón de Oro este año?

El veterano entrenador soltó una media sonrisa, se acomodó en la silla, y dijo la frase que incendiaría la tertulia futbolística por días:
A ver qué pasa en el Mundialito…”

Parecía una respuesta ambigua, pero viniendo de Camacho, todos sabían que escondía una carga de opinión mucho más profunda. Porque si algo tenía claro José Antonio, era que para hablar de Balón de Oro, no bastaba con talento. Hacía falta algo más.
En los días siguientes, la frase dio la vuelta al mundo deportivo. Twitter (o X, como lo llamaban ahora) ardía.
¿Cómo quea ver qué pasa? ¡Yamal ya lo merece!”“Tiene razón, el Mundialito puede definirlo todo”Camacho siempre tan clásico, no se adapta al fútbol moderno”
Pero para entender lo que Camacho realmente quería decir, había que retroceder unas semanas. Porque no se trataba solo de un comentario lanzado al aire. Era una reflexión que venía gestándose desde que Lamine Yamal comenzó su temporada histórica.
Con apenas 18 años recién cumplidos, el joven extremo del Barça ya había dejado atrás la categoría de promesa. No solo había sido la figura clave en la liga, llevando a su equipo a un inesperado segundo lugar, sino que también había sido el alma de la selección española en la Eurocopa, donde España se coronó campeona con un fútbol ofensivo, dinámico… y con Lamine como MVP del torneo.
Todos los focos estaban sobre él. Los niños pedían su camiseta. Los expertos lo comparaban con los grandes. Y las casas de apuestas ya lo daban como principal favorito para el Balón de Oro.
Pero Camacho, desde su rincón de veterano, mantenía la cautela.

Todavía queda el Mundialito,” repetía en cada intervención. “Ese torneo que muchos menosprecian, pero que puede definir un año.”
Y no lo decía solo por decirlo. Recordaba bien cómo en 2006, un Ronaldinho en plena forma se apagó justo antes del Mundial de Clubes. O cómo en 2014, Cristiano Ronaldo usó ese torneo como escenario final para reafirmar su supremacía.

Mientras tanto, Lamine se mantenía al margen del debate. En sus redes, pocas palabras. Alguna que otra foto entrenando. Una imagen con sus compañeros del Barça. Nada sobre el Balón de Oro. Nada sobre las declaraciones de Camacho.
Pero en su entorno, se sabía que sentía la presión.

Lo lleva con calma,” dijo un miembro del cuerpo técnico culé, “pero sabe que todo el mundo lo está mirando. Es el chico del momento, y lo sabe.”
El Mundialito —ese torneo entre campeones continentales que algunos consideran de segundo nivel— se había convertido en el campo de batalla final para definir quién levantaría el Balón de Oro. Por un lado, Lamine y el Barcelona. Por otro, figuras como Vinícius, Mbappé, e incluso un sorprendente delantero japonés del Urawa Reds que venía dando qué hablar.

Y así, todo se encaminó a una semana decisiva en Arabia Saudita.
> ¿Le pesará la presión?”Camacho tenía razón…” Pero en el segundo tiempo, todo cambió. Una jugada por la banda izquierda, un regate endiablado y un pase perfecto para Lewandowski sellaron el 1-0. No fue un partido brillante, pero sí efectivo. El Barça avanzaba. Y Lamine empezaba a despertar. La semifinal fue contra el Flamengo. Partido duro, trabado, lleno de faltas y tensión. Y allí, Lamine brilló. Marcó un gol desde fuera del área, dio una asistencia de taco, y dejó dos túneles memorables que dieron la vuelta al mundo. Incluso Camacho, en el plató de televisión, soltó una risa y dijo: Bueno, bueno… si sigue así, lo votamos todos.” La final fue contra el PSG de Mbappé. Un duelo generacional. Un símbolo del presente contra la estrella del futuro. El estadio estaba lleno. La audiencia global superó récords. Y fue allí donde Lamine Yamal jugó el mejor partido de su vida. Dos goles, una asistencia, y una jugada maradoniana que terminó con medio equipo parisino en el suelo. El Barça ganó 3-1 y se coronó campeón del Mundial de Clubes. Yamal levantó el trofeo entre lágrimas, rodeado de sus compañeros. En el palco, Camacho se levantó y aplaudió. Dos semanas después, en la gala del Balón de Oro, todo fue una mera formalidad. Cuando dijeron su nombre, el teatro explotó en aplausos. Lamine subió al escenario, con un traje sobrio, y levantó el trofeo con una sonrisa tímida. En su discurso, breve pero contundente, dijo: Este premio no es solo por lo que hice yo, sino por lo que hicimos todos. Desde el barrio de Rocafonda hasta el Camp Nou. Gracias por creer en mí.” “Y gracias al señor Camacho… porque tenía razón. Había que esperar al Mundialito.”


Y en un gesto inesperado, añadió:
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