Esa noche en los estudios de Telecinco todo parecía preparado para un episodio de alta tensión. En el plató de ¡De Viernes!, los focos iluminaban rostros con rostros expectantes: cámaras, colaboradores, audiencias, y en el centro del cruce de miradas…Alejandra Rubio. Con su recién estrenado rol de madre y colaboradora, sabía que su nombre estaba a punto de ser protagonista. Pero lo que vino fue un revolcón mediático que muchos describirían después como un “ridículo total”.

Lo detonó el lanzamiento reciente del libro de memorias de Mar Flores, titulado Mar en calma, en el que se revelaban pasajes íntimos de su vida, pero también relatos sobre la relación con su hijo Carlo Costanzia. En esas páginas, se insinuaban heridas, silencios rotos, desencuentros con su descendiente y referencias dolorosas que inevitablemente alcanzaban a Alejandra, como mujer que comparte vida con Carlo. Muchas voces del corazón ya hablaban de que el libro, más que una biografía, era un objeto explosivo.
En los días previos, la prensa rosa filtró fragmentos y declaraciones que apuntaban a una mala relación entre madre e hijo. Se decía que Carlo se sintió traicionado por los pasajes publicados, que él no había consentido todas las revelaciones, que su vínculo familiar estaba en crisis. Las especulaciones avanzaban: ¿Qué papel tenía Alejandra en todo esto? ¿Se posicionaría junto a Mar Flores o junto a su pareja? ¿Podría sostener su figura pública si terminaba atrapada entre dos versiones opuestas?
La tensión creció cuando en Vamos a ver se entrevistó a Alejandra. Los colaboradores cuestionaron su silencio inicial, le pidieron que definiera su postura. Ella, visiblemente incómoda, defendió que Mar Flores tenía derecho a contar su historia, que ella misma había leído el libro con nervios, que no quería entrar en “guerras familiares” en televisión. Pero más que sus palabras, lo que quedó marcado en esa emisión fue su rostro, sus pausas, esos silencios que la audiencia interpretó como inseguridad.

Luego vino el plató de ¡De Viernes!. Su suegro, Carlo Costanzia – sin duda un personaje clave en esta trama – apareció para ofrecer su versión: había sido informado tardíamente del libro, alegando que él no buscó el protagonismo y que su ausencia en la presentación era una opción consciente, porque “no quería posicionarse públicamente”.
Cuando esas palabras resonaron en el escenario mediático, el escenario se partió en dos: los que defendían que Carlo actuaba con dignidad, preservando su privacidad, y los que criticaban su “pasividad” y la de Alejandra por no pronunciarse claramente. Fue en ese momento cuando muchos sintieron que Alejandra quedó atrapada entre dos aguas: ni al lado de su suegra ni al lado de su pareja, siendo percibida como actriz sin guion, sin defensa firme.
Pero la espiral no se detuvo: Mar Flores, visiblemente molesta por lo sucedido, lanzó dardos frontales. En medios declaró que no sentía que hubiese sido desairada, pero sí que “quienes no vinieron, no los echo de menos”. A Alejandra le reprochó indirectamente que no estuviera allí para apoyar la presentación del libro, un día que para Mar tendría que haber sido simbólico.
Las críticas se intensificaron en redes y algunos tertulianos no dudaron en calificar de “falta de valentía” que Alejandra no defendiera una línea clara. Se hablaba de contradicción entre su papel de colaboradora televisiva — acostumbrada a opinar sobre otros conflictos familiares — y su silencio frente al suyo propio.
De pronto, el plató ya no era un espacio para debatir denuncias sociales o noticias de farándula: era el ring donde Alejandra debía demostrar que podía sostener su identidad frente a las acusaciones de parcialidad, de ambigüedad, de “no mojarse”. Para muchos espectadores, esa noche fue cuando quedó señalada como blanda, limitada, desconcertada frente al enfrentamiento público que llevaba su propio apellido.

Pero en medio de toda esta tormenta, Alejandra tuvo momentos de coherencia valiosa: defendió que no quería convertir a su hijo en objeto de controversias, pidió respeto para el bebé, lamentó que quisieran fotografiarla mientras salía con su niño, recordó que hay límites entre lo público y lo privado. Sus argumentos apelaban al sentido común, pero en ese horario en que el morbo domina, esas defensas suaves son fácilmente devoradas.

Carlo también salió en ese plató para negar que existiera una crisis real: habló de roces naturales, de gestos mal interpretados, de que su temperamento “italiano” podía hacer que pareciera enfadado cuando no lo estaba. Pero dejó claro algo: muchas afirmaciones nacen de periodistas sin fundamento.

Cuando el programa cerró, quedaron dos imágenes en la retina del público: Alejandra aguantando preguntas incómodas sin respuesta clara, y Carlo defendiendo su postura con firmeza. En los pasillos y redes comenzó el juicio: “¿Dónde quedó la colaboradora que opina con seguridad?”, “Hoy fue ella quien quedó en ridículo”, “Ni le creímos ni la vimos con firmeza”. Algunos comentarios deliberaban que había entregado su poder narrativo al libro de Mar Flores.
Más tarde, en entrevistas posprograma, Alejandra intentó reponerse: buscó moderar el discurso, reafirmar que no quería entrar en guerra familiar en televisión, que respetaba la libertad de Mar para escribir, pero que ella no permitiría que se pusiera en tela de juicio su papel como madre ni como colaboradora. Intentó recuperar autoridad, recuperar protagonismo propio.
¿Fue ese momento un “ridículo total”? Quizás no en términos absolutos, pero sí fue cuando quedó clara la vulnerabilidad mediática de alguien que vive con parte de su vida en pantalla. Fue la noche en que las dudas sobre lealtades, silencio, defensa personal y manipulación narrativa chocaron sobre su figura pública. Fue el espejo brutal de lo que sucede cuando alguien se convierte en tema y no puede dominar la narrativa.
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