El día amaneció con un silencio espeso en casa de Fidel Albiac. Las persianas estaban entreabiertas: los primeros rayos de sol tocaban los muebles con suavidad, como si dudaran antes de penetrar ese espacio íntimo. Fidel caminaba de un lado a otro, con el ceño fruncido, en un vaivén sin pausa. Fuera, el rumor era ya un estruendo: “Ha muerto Paco Albiac, su padre”. Ahora, quedaba enfrentar el dolor y las miradas.

Paco Albiac —un hombre de carácter templado— había sido pilar invisible en la vida de su hijo. No era hombre de entrevistas, no era de titulares, no gustaba de luces encendidas. Pero cuando falleció, dejó un vacío que ni el aparato mediático podía ignorar. Algunos decían que fue enfermedad prolongada; otros murmuraban que fue súbito, un infarto inesperado. Los ecos en prensa rosa y programas de tele comenzaron a invadir cada rincón.
Esa tarde, un equipo de “Crónicas del Corazón” cortó la flor en su puerta. Intentaron entrar; fueron detenidos por seguridad. La noticia circulaba en redes: “Fidel llora a su padre, tensión con Antonio David Flores”, “Ruptura mediática entre ambos”. Y era precisamente ese tinte conflictivo lo que Fidel quiso evitar.
Pero ya estaba marcado. Se desató un fuego de suposiciones. ¿Antonio David Flores haría una aparición pública para capitalizar la noticia? ¿Aparecería para reclamar lazos, para sembrar polémica?
Fidel recordó cómo, hacía años, Antonio David y él mantuvieron fricciones. No tanto por enemistad personal, sino por el peso simbólico: Antonio David es padre de los hijos de Rocío Carrasco; Fidel es su esposo. En ese triángulo pasional y mediático, las tensiones siempre han estado presentes —en portadas, en debates, en silencios.
Esa noche, en el plató del programa “Viernes al filo”, el presentador Antonio Rossi abría el show:
—Buenas noches. Esta noche la muerte de Paco Albiac sacude el mundo del corazón. Tendremos en directo a Fidel Albiac y, al otro extremo, una llamada con Antonio David Flores. Hablaremos del duelo, de las relaciones familiares y de lo que significa perder un padre cuando tu vida ya estaba en el foco mediático.
Las luces se encendieron. Fidel ocupó su lugar con la expresión apagada, mirada lejana, manos entrelazadas en el regazo. El silencio del estudio se volvió expectante. Rossi introdujo la llamada hacia Antonio David.
La conexión se estableció. La voz de Antonio David sonó tensa, contenida:
—Lo siento mucho, Fidel. Sé lo que es perder a un padre. Espero que encuentres paz en estos momentos difíciles.
Fidel lo miró sin alterarse, con ese temple que muchos le reconocían:
—Gracias. Tu respeto es lo mínimo que esperaba.

Rossi intervino:
—Se ha hablado de que esta muerte despertaría fantasmas familiares. ¿Temes que Antonio David use este momento públicamente?
Fidel respiró con lentitud, como si acunara un rescoldo de dolor:
—No deseo que esto se convierta en espectáculo. No quiero titulares que hablen de guerras familiares ni alianzas escondidas. Este duelo es mío. Es de mi padre. No es escenario para otros intereses.
La llamada continuó; Antonio David expresó condolencias, ofreció presencia, ofreció silenciar rumores. Pero todo el tiempo subyacía la pregunta no dicha: ¿lo hará en silencio o lo hará público?
Tras la conexión, Rossi dio paso a colaboradores. Algunos comentaban que Antonio David podría incluso demandar parte del patrimonio espiritual de Paco Albiac —el legado literario, los papeles, los recuerdos. Otros defendían que, como figura pública en conflicto con Rocío Carrasco, tendría derecho a expresar sus sentimientos también.
Se proyectaron fotos antiguas: Paco con Fidel en Sevilla; Paco joven enseñando libros; Paco viejo leyendo en la terraza. En una de ellas, Fidel, niño, aparecía recostado en su regazo, aprendiendo a leer. Las imágenes quebraban el aire.
Fidel, con voz más suave:

—Mi padre no buscó fama. Nunca quiso que esta familia se convirtiera en circo. Me enseñó a guardar dignidad, incluso en el dolor. Y voy a honrar esa enseñanza: no hablaré mal de nadie. No pediré nada. Solo quiero que la memoria de mi padre quede intacta.
Una colaboradora preguntó:
—¿Y tu relación con Rocío Carrasco, con los hijos? ¿Temes que ellos actúen o reaccionen en medio del luto?
Fidel vaciló un instante antes de contestar:
La relación con Rocío es —ha sido— compleja. Pero no mezclaré el duelo con peleas. Los hijos, si quieren acercarse, sabrán que las puertas están abiertas. No hago reclamos públicos ni acusaciones en momentos como este.

El programa cerró con música tenue. Fidel se levantó, bajó del plató bajo aplausos contenidos. Afuera, fotógrafos aguardaban. Él evadió las cámaras, salió por una puerta lateral. En su coche, miró el móvil: una lista de mensajes no leídos, algunos de condolencias, otros de especulación. Apagó la pantalla.
Esa noche, en su dormitorio, la soledad lo envolvió. Pensó en su padre, en su voz grave, en su manera de corregir sin gritos, en esas cartas que Paco solía mandarle con consejos morales, en fragmentos de filosofía que le regaló. Pensó en los momentos que no vivió, en las preguntas que nunca hizo. Y también pensó en la presencia pública, en el peso de tener una vida entre flashes y escándalos, y en la paradoja de llorar en público y querer silencio.
Al cabo de días, algunos medios publicaron rumores: “Fidel hereda manuscritos inéditos de Paco”, “Antonio David presiona por documentos”, “Ruptura simbólica entre Fidel y la familia de Carrasco”. Apareció un titulado: Duelo, disputas y documentos: ¿Qué deja Paco Albiac?”. Fidel, en silencio, no negó ni confirmó. Su silencio, para él, era un límite.
Uno de esos días, su mujer —Rocío Carrasco— lo abrazó en la madrugada. Le dijo:
—Sé que esto duele mucho. Pero no estás solo. Tu padre estará orgulloso de tu respeto.
Fidel la miró con ojos rojos:

—No sé si lograré respetar en silencio. A veces mi voz querrá romperlo todo. Pero haré lo que me enseñó: que una muerte digna no necesita heridos.
Las semanas pasaron. Respecto mediático baja el volumen. Algunos artículos hablan de la obra póstuma de Paco, otros de la vida íntima de Fidel, pero con menor intensidad. Fidel reaparece en actos culturales modestos, sin flashbulbs. En uno de ellos, cita a su padre:
No me dejes herir mi nombre, hijo. Sé justo contigo mismo”.
La frase corre por redes. Muchos la atribuyen a Paulo Albiac como testamento espiritual. Fidel no comenta. Guarda calma.
Una tarde, antes del aniversario de la muerte, Fidel visita el cementerio. Lleva flores blancas simples. Se queda en silencio frente a la tumba. Respiración lenta. Luego susurra:
—Papá, te extraño. No sé si te crearé un pedestal que ya no merece. Solo quiero vivir con la dignidad que me enseñaste. Que tu recuerdo no sea bandera de guerras domésticas. Que sea faro.
Y sale sin mirar atrás.
No hubo escándalos ese día. No hubo declaraciones incendiarias. Solo un hombre que, tras la muerte de su padre Paco Albiac, sostiene que su duelo será suyo, y que, en medio del ruido mediático, mantiene su promesa de silencio. Porque hay pérdidas que no necesitan controversia. Hay afectos que no exigen testigos. Y hay una dignidad que se defiende con calma, aunque el mundo presione para que grites.
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