La mañana sevillana amaneció con una luz tenue, como esperando algo grande. En los rincones del centro, los cafés rebosaban de murmullos: “Hoy se casa Cayetano Martínez de Irujo…”, “Dicen que Genoveva Casanova no vendrá”… Sevilla latía con la expectativa de uno de los enlaces más esperados del año. Y no era para menos: entre la historia familiar, los recuerdos y las ausencias, aquella boda prometía ser más que un ‘sí, quiero’.

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Cuando los primeros rayos de sol rozaban el empedrado de la calle Verónica, los primeros invitados comenzaron a llegar frente a la Iglesia del Cristo de los Gitanos, en pleno corazón de Sevilla. Esa iglesia no era casualidad: allí descansan las cenizas de la duquesa de Alba, y el lugar guarda un vínculo íntimo con la familia.

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La fachada blanca, con rejas moradas en los ventanales y enredaderas que trepaban por las paredes, parecía expectante. Las puertas se abrieron justo cuando el reloj marcaba poco más del mediodía. Un desfile discreto pero elegante fue desembocando en el interior: rostros familiares, aristócratas, amigos del mundo del arte y la cultura. Se respiraba solemnidad y emoción contenida.

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El novio llegó primero, acompañado de su hija Amina, quien ejercería el papel de madrina. Su presencia tenía carga simbólica: Amina no solo era su hija, sino testigo del pasado con Genoveva Casanova, la exesposa, y puente hacia ese nuevo capítulo. Cayetano lucía el uniforme de gala de maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla —un tenue toque militar que evocaba tradición, estirpe y respeto. Antes de entrar al templo, quitó el sable, como si dejara atrás una versión anterior de sí mismo.

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El ambiente era íntimo. Mientras los invitados tomaban asiento, las voces bajaban, las miradas se cruzaban, y el eco de pasos sobre mármol resonaba con una cadencia solemne.

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Minutos después apareció ella: Bárbara Mirjan. Entró del brazo de su padre, acogida por la luz que se filtraba por los vitrales. Su vestido, diseñado porNavascués, era sobrio y elegante, con toques de organza y cortes que alargaban la silueta, sin grandilocuencias exageradas. Esa elección marcaba una distancia con los trajes ostentosos del pasado. Lentamente avanzó por la nave central, escoltada por susurros admirativos. Al llegar al altar, cruzó la mirada con Cayetano, y en ese instante —quizás solo por un segundo— todo pareció detenerse.

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El sacerdote Ignacio Jiménez Sánchez‑Dalp ofició la ceremonia. Era un rostro familiar para la casa Alba: confesor antigua, figura presente en momentos clave de esa saga familiar. Los votos se recitaron con voz firme pero emocionada. El “sí, quiero” fue un puente entre pasado y presente, y las alianzas intercambiadas, un acto de fe mutua. Las notas del órgano flotaban entre las columnas, y el murmullo del viento parecía acompañar los versos del rito.

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Fuera, el llanto de emoción asomaba en algunos ojos. No era solo boda: era convivencia entre memoria y futuro, entre lo que fue y lo que está por construirse. Y entre las filas de invitados se percibía una nota ausente: Genoveva Casanova, quien no acudiría al enlace. Sevilla, en ese día lleno de simbolismos, sería testigo de una ausencia que pesaba casi tanto como una presencia.

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Luego de la misa, los novios caminaron hacia la salida del templo, en medio de pétalos blancos y vítores. Bárbara, con una mirada suave, pasó por delante del nicho que contiene las cenizas de la duquesa de Alba, y parece que por un instante pareció saludar con reverencia. Cayetano la sostuvo del brazo con firmeza, y juntos salieron al sol sevillano.

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Pero el festín aún no comenzaba. La celebración continuaría en la finca Las Arroyuelas, situada en Carmona, una propiedad emblemática de la familia Alba. En su interior yace el cortijo La Motilla, que sería el escenario del banquete y de la fiesta posterior. En ese entorno campestre, entre olivos y jardines andaluces, se desplegaría la otra mitad del sueño.

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Los invitados partieron en caravana hacia la finca. Los coches, decorados con flores blancas y cintas discretas, serpenteaban entre caminos de tierra hacia el corazón del latifundio. Al llegar, fueron recibidos por un desfile de luces tenues, arcos florales y mesas dispuestas con elegancia que integraba tradición local y toques contemporáneos. Se respiraba una atmósfera cálida, íntima.

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El banquete comenzó con aperitivos típicos de Andalucía: jamón ibérico, gazpacho suave, guisos ligeros, pescados del Guadalquivir y carnes ibéricas. Se desplegó una mesa de dulces andaluces al caer la tarde, con alfajores, torrijas reinventadas y frutas de temporada. Los brindis fueron conmovedores: primos, hermanos, amigos y rostros de la alta sociedad compartieron palabras cargadas de afecto, gratitud y esperanza.

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Uno de los momentos más esperados fue la intervención de Eugenia Martínez de Irujo, hermana de Cayetano, quien tomó la palabra para hablar del pasado, del lazo fraternal que renacía entre ellos tras años de desencuentros, y del deseo de construir juntos en ese día. Su voz tembló cuando mencionó la figura materna, la duquesa de Alba, y cerró con un brindis silencioso hacia ella.

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Los bailes arrancaron al caer la noche. Se encendieron candelabros y guirnaldas de luces. Las notas del flamenco ligero se mezclaron con jazz suave, y las parejas comenzaron a danzar. Bárbara, con su vestido transformado en diseño más fluido, se unió al baile con Cayetano. Fue un momento íntimo en medio del bullicio: risas, miradas cómplices, pasos compartidos.

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La fiesta siguió hasta bien entrada la madrugada. Los jardines se iluminaron con antorchas. Se oyeron aplausos entusiastas cuando algunos invitados se atrevieron con sevillanas improvisadas. En un rincón, un pequeño cuadro con fotos antiguas recordaba la boda de Cayetano con Genoveva en 2005, y algunos asistentes se acercaban con cierta nostalgia a mirarlo, como reconociendo que aquel capítulo había sido parte inevitable del antes.

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Mientras tanto, Bárbara caminó hacia un mirador del cortijo, donde los faroles iluminaron su silueta. Cayetano la siguió. Ella se volvió levemente, apoyó su mano sobre su pecho y murmuró:

Hoy no solo somos nosotros. Hoy son los recuerdos, los silencios, las ausencias y los sueños por venir. Que lo que fuimos no nos impida ser lo que vamos a ser”.

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Y él respondió con un beso suave, con la complicidad de los años y la promesa del presente.

Cuando el reloj marcó las primeras horas del nuevos día, los invitados lentamente se retiraron. Quedaron los ecos de risas, el susurro del viento entre olivos, las luces tenues apagándose poco a poco. En algún lugar del jardín, quedó un rastro de pétalos, un zapato olvidado, un brindis suspendido.

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Ese día en Sevilla fue más que una boda: fue un acto de reconciliación con el pasado, una afirmación de afectos, una prueba de que en la vida no todo cierra con ausencias. Mientras las luces finales se apagaban, quedaba en el aire esa pregunta leve—pero poderosa—: ¿Qué será del mañana para ellos, de lo nuevo que construyan juntos, con el legado, los silencios y las nostalgias que siempre acompañan al amor verdadero?