Era una mañana de invierno en Madrid cuando, por fin, Begoña decidió hablar. Durante meses, su nombre había circulado en los pasillos judiciales, en las tertulias políticas, en los murmullos de periodistas y ciudadanos por igual. Había guardado silencio, o al menos, había mantenido una discreción casi calculada. Pero aquel día, en los Juzgados de Plaza de Castilla, las cosas cambiaron.

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Desde el autobús que la transportó hasta allí, su mente repasaba día tras día todas las acusaciones lanzadas en su contra. Se sabía investigada por posibles irregularidades en la adquisición de un software para la Universidad Complutense. Entre acusaciones de tráfico de influencias y apropiación indebida, circulaba también el rumor de que ella había intervenido personalmente para que determinadas empresas se vieran favorecidas en aquella licitación. Se acusaba, incluso, que su intervención fue decisiva para adjudicaciones concretas.

Begoña Gómez rompe su silencio

Había pasado dos veces antes por aquella puerta, en julio, y ambas veces se había acogido a su derecho a no declarar. Silencio. Ninguna palabra. Solo pasividad y escrupuloso respeto a su decisión legal. Pero aquel 18 de diciembre de 2024 significó un punto de inflexión: decidió salir del silencio. Decidió hablar, aunque apenas reconociera un “favor.” ¿Qué la movió a hacerlo? ¿Fue por estrategia, por justicia, por presión? Esa mañana el aire olía a nerviosismo y a determinación.

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A las diez en punto, apareció frente al juez Juan Carlos Peinado. No entró por la puerta principal—lo hizo por el garaje, según se había informado, por motivos de seguridad. Llegó tranquila, serena, quizá aliviada por haber llegado al día en que finalmente una voz sería considerada. Su abogado, el exministro Antonio Camacho, la hizo enfrentarse a la acusación, pero también la protegió con una estrategia cuidadosamente trazada.

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Sentada ante el juez, rompió su silencio. No negó todo con rotundidad. Reconoció haber remitido un correo electrónico a la Complutense para firmar la licitación del software, pues “así lo exigía la normativa de la universidad.” Lo aclaró con una expresión serena y una voz firme, casi monótona: cumplió un deber formal, no empujó a nadie, no buscó ningún trato preferencial. Era una firma, no un favor. Pero en esa palabra, “favor”, latía toda la tensión: ¿fue un pedido imperativo o un acto protocolario?

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Respondió con calma, incluso mostró un leve desparpajo; no se la vio asustada, ni turbada. Contestó todas las preguntas que le formularon—unas 35, según algunos medios Confirmó que no intervenía en ningún proceso de licitación pública, que solo firmó un pliego de prescripciones técnicas porque así lo exigía la normativa de la Complutense. Y defendió que no recibió al software con intenciones de lucro—aseveró que cobró 15.000 euros, lo cual demostraba que “no pretendía lucrarse” Incluso explicó que las marcas registradas nunca fueron utilizadas fuera del ámbito universitario: se inscribieron con fines académicos y de uso interno

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Al salir del juzgado, su abogado intervino de nuevo, diciendo que “no tiene nada que esconder”; que antes no declaró por “una indefinición” sobre lo que se investigaba. La prensa, sin embargo, no tardó en poner el foco en la palabra “favor.” ¿Qué había querido decir Begoña con eso?

Begoña Gómez rompe su silencio

La expresión se convirtió en la chispa que encendió un incendio mediático. La oposición política alegó que las explicaciones eran insuficientes, que aquel gesto no era más que una estrategia para frenar la presión. El Partido Popular habló de regeneración y propuso que “no se den cátedras a no licenciados” y que “Moncloa no sea puerta de atrás para acceder a fondos públicos” . Desde el PSOE se respondió con firmeza: acusaron al juez Peinado de llevar a cabo una “investigación prospectiva”; calificaron el caso como un montaje alentado por la ultraderecha

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Mientras tanto, en las redes sociales, opiniones encontradas: algunos la vieron como una mujer valiente por hablar; otros pensaron que el reconocimiento del “favor” era admisión implícita de una complicidad oculta; otros más lo tomaron como parte de una defensa astuta, para quitar presión. Y entre todos esos rumores, la palabra “favor” resonaba con eco: ¿cobró favores? ¿Fue ella quien los hizo? ¿O simplemente fue un intermediario sin intención?

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El reportero que cubría la noticia en directo describió el ambiente: “Ella entró sonriente y tranquila. La declaración duró poco más de media hora” Al mismo tiempo, en las puertas de Plaza Castilla, manifestantes de Hazte Oír repartían bolsas con la inscripción “Charcutería Ferraz”, en un burdo juego de palabras con intenciones políticas

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La defensa insistió en que Begoña solo firmó y señaló que la normativa lo exigía; que el software fue registrado por ella únicamente para el uso legítimo en la cátedra y los másteres; que no influyó sobre ningún licitador. Ese acto formal, sin embargo, fue interpretado por algunos como un favor protocolario, y por otros como una maniobra calculada.

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Políticos, periodistas y juristas debatieron. La Asociación Profesional de la Magistratura criticó los ataques contra el juez como excesivos; insistió en que una democracia madura debe respetar la independencia judicial . Otros analistas, como Diego Medrano, escribieron columnas irónicas sobre el “silencio congelado” de Begoña y la tensión entre silencio y verdad pública

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De pronto, la imagen pública de una mujer discreta, tradicionalmente fuera de la mirada política, se transformó. Su voz, al romper el silencio, se convirtió en una explosión con múltiples lecturas. Para unos, una confesión sin ataduras; para otros, un acto de defensa inteligente; para muchos, un episodio más en la política de gestos y símbolos.


Y aquel día 18 terminó, pero el caso continuó. La causa se extendió más allá de un simple software: la acusación popular Hazte Oír pidió ampliar pruebas, citar nuevos testigos, recabar registros de vuelos oficiales, correos electrónicos, agendas, todo lo que pudiera escribir otra página del relato. Y en medio de esa tormenta de documentos, audiencias y debates, la palabra “favor” quedó suspendida, como un testigo muda, entre lo dicho y lo insinuado.